Las democracias liberales... / 26-XI-2019
Las democracias liberales mantienen en común ciertas
fortalezas que las hacen distintivas, y, por cierto, muy exitosas comparadas
con cualquier otro sistema de gobierno colectivista, en donde todo gira en
torno y para el Estado.
Pero también presentan ciertas debilidades de las que
cada tanto tiempo, se aprovechan algunos grupos antisistema, que aprovechándose
precisamente de herramientas, costumbres e instituciones democráticas, buscan
socavar sus bases, a partir de discursos disruptivos, que utilizan siempre, un
relato lleno de conceptos y métodos que de novedosos no tienen nada.
Algunos analistas han rebautizado todo esto como una
nueva batalla cultural, en donde quienes defienden el orden democrático y las
institucionalidades construidas por las mayorías ciudadanas, siempre pierden,
porque como muchas cosas en la vida, siempre es más fácil destruir que hacer lo
contrario.
De este modo, quienes se identifican con ideas que
cuestionan o derechamente, desechan el sistema democrático como alternativa de
organización y distribución del poder, siempre ganan, aunque sus triunfos son
momentáneos y se construyen sobre cimientos frágiles, pues carecen de
legitimidad moral ante la sociedad.
Desde hace mucho tiempo, en Chile se ha construido y
difundido un relato, una historia, sin sustento en la evidencia ni en los
hechos, que ya sea por falta de compromiso, de interés, así como de comprensión
por parte de los actores políticos y culturales, se ha impuesto sin mayor
discusión, sin mayor cuestionamiento, lo que debería a todos, en mi opinión,
llamarnos a la reflexión, de que lo que estamos viviendo por ejemplo en Chile,
es más responsabilidad de los ciudadanos, de quienes creemos en la democracia,
que producto del éxito o el triunfo de quienes no creen en ella.
Por ejemplo, estos grupos de presión que hoy afloran en
diversos países de Latinoamérica, precisamente donde la soberanía popular ha
elegido democráticamente gobiernos de corte libremercadistas, critican de
inicio, que se defienda el evidente desarrollo alcanzado por los países en base
a estadísticas o resultados numéricos de la gestión.
Los críticos dicen que estos resultados son solo cifras,
frías y deshumanizadas y que, en sus creencias, pues no se atreven siquiera a
inventar otros números, estas no son tales sino simples argumentos. Ergo, ha
sido responsabilidad de los propios partidarios del libre mercado, concederle
espacio a este relato cohibiéndose de contrastar los hechos, los datos, por
temor a ser ridiculizados o calificados como indolentes.
¿Pero por qué esto debería ser así si los datos no
mienten, no han sido alterados, son confeccionados con métodos validados
internacionalmente y ni siquiera por organismos pro libre mercado sino más bien
de corte socialista?
Hace 40 años atrás, la pobreza en Chile alcanzaba al 40%
de la población.
En números reales de hoy día, la mitad de los chilenos
vivían con un ingreso inferior a los $120 mil pesos de hoy día. En ese período,
y producto del trabajo de millones de chilenos, y la construcción de una
institucionalidad que evidentemente debe seguir perfeccionándose, esa cifra
disminuyó a tan solo un 8% de la población, cifra validad por el Banco Mundial
por lo demás.
Pero para el discurso disruptivo, basado sólo en
creencias y emociones, esta cifra no representa nada.
Creen que a nadie le importa que en Chile no exista
desnutrición infantil, que la mortalidad infantil asociada por ejemplo a la
carencia de vacunas, controles de salud y a la alimentación pre y post natal,
no importan.
Ellos aseguran que no importa que en Chile no haya niños
descalzos, caminando por caminos de tierra al colegio.
No importa que el 30% de la población ya no viva en
campamentos inundados cada invierno, o sencillamente devastados por el hambre,
el frío y las enfermedades.
No importa según los contrarios al sistema, que los
chilenos superemos los 80 años de vida, ni que se haya derrotado el
analfabetismo, ni que hoy día el Estado garantice un sistema de pensiones que
se paga mensualmente.
Porque tampoco les interesa discutir con argumentos y
seriamente, que el sistema de reparto que ellos promueven, fue desfalcado por
la clase política y los gobiernos irresponsables que no trepidaron en meterle
la mano a los fondos de pensiones de los trabajadores chilenos, para solventar
su pésima gestión, su populismo o sencillamente su impericia en el manejo del
gobierno. Menos les interesa que uno les diga, con pruebas irrefutables, que el
70% de los fondos actuales de pensiones se han conseguido gracias al sistema de
capitalización individual y que no son producto del bajo aporte mensual de los
trabajadores.
La propia Organización de Naciones Unidas ha publicado de
manera permanente, año tras año, que todos los sistemas de medición, es decir,
ocupando diferentes métodos cuantitativos y de comparación por estratos y
segmentos, indican que el índice de desigualdad en el país ha caído de manera
sostenida, transformando a nuestro país en uno de los 10 países del mundo donde
esta caída arroja las cifras más importantes.
Pero seamos más claros aún.
Cuando se comparan los promedios en la caída de la
desigualdad los números arrojan cifras no tan optimistas. Se comete ahí un
error que sirve como único relato, metodológicamente inexacto, por cierto, de
quienes han vendido la idea famosa de la desigualdad. Es evidente que los
segmentos de mayor edad de la población en Chile, tienen menores ingresos que
las generaciones más jóvenes, y esto solamente se explica porque durante
décadas la educación en Chile fue tremendamente desigual. Antes del año 1981
existían en Chile 6 o 7 universidades. La mitad de ellas privadas, que atendían
a una población muy baja, pues, además, se encontraban centralizadas en las 3
ciudades principales del país.
Luego de la reforma educacional, y principalmente con el
regreso de la democracia esas cifras han permitido que hoy tengamos tasas
altísimas de adultos y jóvenes universitarios, y de grado técnico, con mayores
y mejores ingresos. Por tanto, al comparar estos segmentos que son los
mayoritarios, Chile ha destrozado los desniveles, las desigualdades que
antiguamente, en los regímenes estatistas, eran la constante.
En otro ejemplo esta vez desde el mundo privado, el Banco
Credit Swiss publicó a comienzos de este año un estudio mundial que mide las
diferencias o distancias patrimoniales entre el 10% más rico de la población y el
90% de quienes no poseen esa categoría. Los resultados de este estudio, que
usted puede revisar libremente en internet, son que Chile tiene prácticamente
la misma diferencia que países que nadie identifica como desiguales, como son los
casos de Suiza o Dinamarca.
Pero ese mismo estudio nos entrega cifras más decidoras
porque si quisiéramos compara solo al 1% de la población más rica en Chile, con
el 99% de la población que no lo es, las cifras de desigualdad no son mucho
mayores a la que tienen países desarrollados de Europa. Los rangos son muy
parecidos, pero sin considerar que en los países desarrollados el pertenecer a
estos grupos de los más ricos, cuesta mucho más, y es más lento que en países
en vías de desarrollo como es nuestro caso.
Tenemos una clase emergente más preparada, con mayor
motivación por el logro, y con una mentalidad en crecimiento que marca la
diferencia. Pero nada de esto le hace sentido a la nueva izquierda, ni tampoco
a la vieja, ambos consagrados feligreses y con biblia propia.
No les importa que la OCDE, que es una organización
mundial que agrupa a las principales economías desarrolladas y emergentes del
planeta, presente año tras año, que Chile es el país con mayor movilidad social
del mundo, es decir, donde el 10% de menores ingresos puede ascender en mayor
proporción y en menor tiempo a la riqueza. Por cierto, donde el 10% más rico
también puede descender a menores niveles de patrimonio.
La OCDE nos dice que mucho más que Alemania, Francia,
Estados Unidos que los países nórdicos.
Pero la narrativa de la desigualdad y de la equidad,
conceptos completamente diferentes digo de paso, pregona que Chile es el país
más desigual del mundo, lo que es completamente falso, lo que no resiste el
menor de los análisis, lo que está condenado por la evidencia empírica.
Chile hoy vive el período más fecundo en materia de
acceso educacional.
La educación primaria y secundaria, hoy prácticamente la
terminan la totalidad de niños y adolescentes, y la educación terciaria, ha
permitido que año tras año se multiplique el número de jóvenes y adultos jóvenes,
que no sólo tienen acceso a ella, sino que también al financiamiento y a las
oportunidades de cursar sus estudios. De esta forma hoy, por ejemplo, nuestros
niveles de acceso y termino de estudios en educación terciaria son mayores que
los que tiene Alemania y varios países de Europa, incluyendo los escandinavos,
ejemplos de libertad económica.
Nunca antes en la historia de nuestro país esto se había
producido. Este dato es relevante, quizás, demasiado para que no podamos
rebatir ni denunciar como mentira a quien señale lo contrario.
Lo anterior forma parte de otra estadística que nos
enorgullece: Chile detenta el más alto índice de Desarrollo Humano de América
Latina, incluyendo México y Brasil, por cierto. Esto quiere decir, los mejores
indicadores en educación, en salud, en esperanza de vida, medidos nuevamente
por organismos especializados internacionales.
Pero nada de esto se dice con la oportunidad, la contundencia
y la convicción para contrarrestar el relato, la narrativa antisistema que
inunda las esferas de opinión y de decisión, con total impunidad.
Ellos dicen que el sistema de capitalización individual roba,
pero nadie les exige que lo demuestren, en cambio los partidarios de este
sistema de AFP señalamos que es el mejor sistema para garantizar mayores y
mejores pensiones y nos exigen a priori que lo demostremos. Pero ni siquiera
dejan hacerlo pues hasta los propios medios de comunicación, por rating o sencillamente
por compromiso con la flojera o con el estatismo, no solo siembran la duda, si
no que atacan a sus partidarios.
Pero estas buenas noticias también nos presentan desafíos
que tenemos que asumir. Brechas que debemos cruzar, para seguir produciendo
este cambio que nos debe transformar cada vez en una mejor sociedad.
Pero también con esto tienen problemas los autodefinidos
progresistas.
Por ejemplo, los niveles de productividad de la OCDE
demuestran que mientras en un país desarrollado un trabajador produce U$50 por
hora, en Chile el nivel de productividad de un trabajador es de tan sólo U$26
por hora.
Aquí se empiezan a explicar dramáticamente las causas de
nuestras diferencias, porque mientras producimos la mitad o un tercio de lo que
producen en Suecia o en Dinamarca, el progresismo exige vivir con los mismos
estándares de esos países.
Producimos como país subdesarrollado pero la izquierda le
exige al sistema que vivamos como país rico.
Por otro lado, el ingreso per cápita de nuestra población,
es abiertamente mucho más bajo que el de los países desarrollados, y aunque
este también ha crecido sostenidamente los últimos 20 años, existen todavía
miles de ciudadanos cuyo ingreso es igual o menor a los U$1000 por mes.
Si hasta acá hacemos un análisis, creo que cualquier
persona con honestidad intelectual y buena fe, debe concluir que vamos por el
camino correcto, pero que aún nos queda mucho espacio por recorrer.
Nadie de buena fe, comparando sistemas contemporáneos
aplicados, por ejemplo, en países de Latinoamérica pudiese poder plantear que
entonces hay que quemarlo todo y comenzar con un sistema colectivista como el
aplicado en Venezuela, Cuba o Nicaragua, o con un sistema socialdemócrata retrogrado,
que hoy se volverá populista y autárquico como el que ha tenido Argentina en
las últimas décadas, y que hoy, lo tiene, al borde de la bancarrota, el default
de los pagos de deudas, la hiperinflación y niveles de pobreza que nunca antes
se han registrado en su historia.
Pero los detractores de la Democracia liberal que ha permitido
todo este inmenso desarrollo chileno, opinan lo contrario, aunque se les caiga
la biblioteca completa sobre las cabezas.
No miran datos, no escucha razones. Primero está el dogma
de la redistribución, de los impuestos, del trato desigual ante la ley, del
control de precios, de la expropiación, de la nacionalización de los recursos y
las empresas privadas, antes que el verdadero interés del país.
Decir esto y ser considerado fascista, es cuestión de
pocos segundos, porque aparte de ser malitos para el Excel, también lo son con
la historia y la ciencia política.
Pero no nos debe importar.
Saque la cuenta cuantos son los que marchan con la
bandera del partido, con la polera cubriendo el rostro cobarde y artero,
siempre en actitud grandilocuente y amenazante.
Saque la cuenta. Siempre son menos de los que nos
levantamos por la mañana a trabajar, los que sabemos que solo nuestro esfuerzo,
preparación y dedicación nos hará conseguir los frutos que deseamos.
Menos de los que aspiramos a dejar atrás lo que aún nos
ata con las necesidades y las carencias de un sistema, que ciertamente debemos
exigir se mejore, garantice la igualdad de oportunidades, promueva la libertad
y el respeto irrestricto de los proyectos personales, que respete la vida de
todo ser humano y, por cierto, que respete sin titubeo la propiedad privada.
Finalmente reiteraremos algo que no por dicho, no hay que
volver a repetirlo.
Los Derechos Humanos consagrados internacionalmente por
Naciones Unidas luego de la segunda gran guerra y especialmente a la luz de las
atrocidades cometidas por los gobiernos socialistas, y que además son
refrendados por nuestra propia Constitución y los tratados internacionales suscritos
por Chile, son patrimonio de todas las personas.
La dignidad de la persona humana es un principio
insoslayable y que no admite excepciones, ni que nadie, menos aún las
organizaciones políticas, pueden relativizar.
Estos derechos, son en mi concepto anteriores y
superiores al propio Estado. Esto quiere decir, al propio derecho positivo. En
mi concepto, esto significa que no requieren de una ley que así lo reconozca,
porque son intrínsecos a la especie humana, aunque el positivismo en esto se
distancie de esta posición.
De esta forma nadie, bajo ninguna circunstancia puede ni
tiene razón para violentar la dignidad de las personas, y el Estado, cuyos
agentes por definición son los únicos que pueden violarlos, puede pasarlos por
alto, dejar de promoverlos, o justificar ninguna acción que como resultado
impida, restringa o como ya dije, los violente.
Por eso es que creemos que la represión, entendida esta
como la coerción legal y constitucional que tiene solamente el Estado en el uso
de la fuerza, solo se justifica si sus agentes sirven a este principio de
observancia y de respeto.
Cada funcionario público, llámese policías o militares,
quienes detentan el uso de las armas y de la coacción, que haya violado estos
derechos ayer y hoy, deben ser sometidos por la ley y ser objeto de toda su
fuerza.
Chile ni ninguna República pueden tolerar la violación de
estos derechos a ningún ciudadano, incluso, los de aquellos que no trepidan en
el uso de la fuerza y la violencia para reclamar ilegítimamente sus fines.
Todos debemos condenarlos sin temor, como de la misma
forma nadie puede amparar las conductas terroristas ni el uso de la violencia
política, material o ideológica.
Quienes han cometido excesos, de aquellos que atropellan
los derechos humanos de civiles deben ser perseguidos, enjuiciados y condenados
por los únicos organismos facultados para ello, en este caso, los tribunales de
justicia.
Por eso, destaco las declaraciones del presidente de la
organización Human Rigth Watch, don José Miguel Vivanco, quien declaró el día
de ayer, que si bien se han constatado conductas reiteradas de violación de
derechos humanos en la intervención de las policías y las fuerzas armadas, en
semanas pasadas, esto no puede ser considerado como una conducta sistemática,
propia de una política de Estado en contra de la dignidad de las personas.
Las cosas por su nombre.
En Chile no se violan los derechos humanos, y aquellos
funcionarios que sí han actuado en este sentido, deberán hacer frente su
responsabilidad penal, criminal tipificada por la ley y los tratados
internacionales.
Ni Ud. ni yo podemos ser condescendientes con el crimen,
con la injusticia ni con ningún atropello.
Esa es la diferencia entre nosotros, quienes creemos en
la Democracia, y cientos de personas que solo ven en ella, un instrumento al
cual destruir, no sin antes utilizarlo a su conveniencia.
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